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Este microlibro es un resumen / crítica original basada en el libro: Voces de Chernóbil: Crónica del futuro
Disponible para: Lectura online, lectura en nuestras apps para iPhone/Android y envío por PDF/EPUB/MOBI a Amazon Kindle.
ISBN: 978-6073175739
Editorial: Debolsillo
La autora bielorrusa, Premio Nobel de Literatura 2015, da voz a las personas que sobrevivieron al desastre de Chernóbil. Les brinda la oportunidad de contar las historias que fueron calladas por su propio gobierno en primera persona. Acompáñanos en esta lectura y conoce el trasfondo de las vidas afectadas por la tragedia y la negligencia de las autoridades.
El 26 de abril de 1986, una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil, ubicada en lo que hoy conocemos como Ucrania, cerca de la frontera con Bielorrusia. En ese momento, ambos territorios formaban parte de la Unión Soviética.
Esta catástrofe fue declarada como el desastre tecnológico más grave del siglo XX. Produjo 31 muertes oficiales en un plazo de dos semanas, la evacuación de otras 116 mil personas y una alarma internacional, al detectarse radiación en trece países cercanos.
La historia fue relatada varias veces colocando el foco en Ucrania y Rusia. “Voces de Chernóbil” toma la perspectiva bielorrusa.
Desde la catástrofe, el país -caracterizado hasta entonces por su producción agrícola- perdió 485 aldeas y pueblos. Setenta de ellos están enterrados bajo tierra. Por la acción constante de pequeñas dosis de radiación, cada año aumenta el número de enfermos de cáncer, así como personas con deficiencias mentales y mutaciones genéticas.
Fueron acusados cinco funcionarios de la planta y un inspector del estado. Tres de ellos recibieron diez años de prisión, el resto, penas más cortas. Dos de los seis murieron por las radiaciones, uno perdió la razón y otro cumplió su condena. Luego acabó trabajando como oficinista en Kiev.
El juicio no tuvo público, sólo pudieron acudir periodistas. Se llevó a cabo en la misma ciudad, que ya se encontraba cerrada. En su momento, muchos querían ver sentados en el estrado a decenas de funcionarios responsables, sobre todo a los de Moscú, además de los científicos referentes de la época. Pero las autoridades se limitaron a tomar una salida rápida y fácil.
El planeta, mientras tanto, necesitará miles de años para recomponerse de la catástrofe.
“Cierra las ventanas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Vendré pronto”. Fueron las últimas palabras del bombero Vasili a su esposa, Liudmila. Se reencontraron en el hospital, aunque el joven ya no era el mismo.
Se lo llevaron a Moscú. Ella estaba embarazada, pero no podía vivir sin su amor, de modo que también se dirigió a la capital.
Allí, aprendió que el avance de una enfermedad de origen radioactivo dura catorce días. Luego, el paciente muere. De modo que vio morir a su esposo. La piel se le comenzó a resquebrajar, todo el cuerpo se le cubrió de forúnculos y se le caía el cabello de a mechones.
Había recibido 1.600 roentgen, una antigua unidad usada para medir el efecto de las radiaciones ionizantes. La dosis mortal era de 400.
Ni siquiera pudo tener un entierro digno, como ninguna de las víctimas de Chernóbil. Lo metieron en una bolsa de plástico y colocaron esa bolsa en el cajón. A su vez, se envolvió el ataúd en otra bolsa. Metieron todo en un féretro de zinc.
Fue enterrado en Moscú, junto con las demás víctimas. Si alguien reclamaba para llevarse a sus familiares a su ciudad, el gobierno lo convencía de que sus muertos eran héroes. Ya no les pertenecían. Eran personalidades y pertenecían al Estado.
La bebé de Liudmila parecía sana, pero nació con cirrosis y una lesión congénita en el corazón. Murió cuatro horas después del parto. Natasha Ignatenko fue enterrada junto con su padre.
Liudmila nunca pudo continuar con su vida, a pesar de que conoció a un hombre y tuvo a un niño, Andréi, que también nació enfermo pero, contra todo pronóstico, pudo ir a la escuela. Ella lo consideró hijo de Vasili, y se lo presentó en sueños.
En medio de tantos relatos de muerte, Ludmila narró una historia de amor.
Nikolái vivía en la ciudad de Prípiat, cerca de Chernóbil. Con el desastre, dejó de ser una persona común para convertirse en un hombre de Chernóbil, un bicho raro. Todo el mundo estaba interesado en ellos y en las causas misteriosas de la catástrofe.
El foco mediático de la prensa los tuvo en el centro de la escena por un tiempo para luego olvidarlos. En el camino perdieron no sólo una ciudad, sino sus vidas. No pudieron llevarse nada. Sus pertenencias, sus mascotas, sus trabajos. Todo quedó atrás.
La hija de Nikolái murió tiempo después de la evacuación. Se le había cubierto el cuerpo de manchas negras. “¿Cuál es el diagnóstico?”. “No es cosa suya”, respondió el médico. “¿De quién, entonces?” El Estado hizo todo por encubrir la catástrofe y callar a sus víctimas.
A pesar de las evacuaciones masivas, muchos habitantes volvieron a escondidas a sus pueblos de origen. No tenían otra cosa fuera de allí. Eran sus tierras.
Algunos superaron las expectativas y sobrevivieron por años, pero con una calidad de vida pésima. Desarrollaron diversas enfermedades y condiciones genéticas.
Uno de los entrevistados mencionó que recibieron la visita de un periodista: “¿Qué tal los ánimos? ¿Cómo van las cosas?”. Casi lo matan. Para el mundo exterior, todo se trató de un show.
Otros fueron más optimistas, comentándole a la autora que vivían mejor con la radiación: “nos han traído naranjas, tres tipos de salchichas, lo que quieras”. Estos testimonios de esperanza ignorante retrataban la realidad triste y devastadora que azotó a estas personas.
A diferencia de una guerra convencional, donde la destrucción es visible para todos, la región de Chernóbil no demostró cambios a simple vista. El sol salía todos los días, las manzanas colgaban de los árboles, los animales se mantenían cerca.
Pero, para algunos, se trataba de “la peor guerra”. “El hombre no tiene salvación en parte alguna”. Todo estaba contaminado por la radiación. Las plantaciones, el agua, los animales, las personas.
Los periódicos de la época rezaban: “Chernóbil, tierra de héroes”, “El reactor ha sido derrotado”. ¿Qué había de heroico en personas que no sabían a qué se enfrentaban? ¿A quién había que vencer? ¿Al átomo, a la física, al cosmos?
Fueron los interrogantes que se preguntó uno de los entrevistados. “Para nosotros, la victoria no es un acontecimiento, sino un proceso. La vida es lucha”, dijo. Cómo negarlo, viendo el historial bélico de la región y las dificultades de acceso a una vida digna.
El gobierno entregaba citaciones forzando a los hombres a formar parte de la primera línea frente al desastre. Quien se negaba era declarado traidor a la Patria. Estaban encargados de visitar los pueblos y enterrar las casas, los huertos, los árboles, la tierra misma. Lo cubrían todo.
También recibieron órdenes para asesinar a todos los animales que fueron abandonados. Cavaron fosas para cientos de perros y gatos.
Otros hombres se ofrecían de manera voluntaria: “Allí van los hombres de verdad, a hacer algo de verdad. ¿Y el resto? Que se queden en sus casas, bajo las faldas de sus mujeres”. La cobardía era socialmente castigada. El hombre que pronunció esas palabras retornó a casa y tiró toda su ropa menos una gorra, a pedido de su hijo. Luego de dos años, el pequeño fue diagnosticado con un tumor en el cerebro.
El desastre se agravó mucho más debido a la corrupción. Pocos días después del accidente desaparecieron de las bibliotecas los libros sobre radiaciones y rayos X, sobre Hiroshima y Nagasaki. No hubo recomendaciones médicas o informaciones.
Un periodista, Anatoli Shimanski, fue otro crítico de la mediatización de la catástrofe: “Los periódicos y las revistas compiten entre sí para ver quién escribe algo más terrible, y estos horrores les gustan sobre todo a aquellos que no los han vivido”.
Demostró su indignación por la cantidad de personas que querían escribir en lugar de documentar los hechos.
También comentó que, en la época del accidente, no demoraron en resurgir las teorías conspirativas: “agentes de los servicios secretos occidentales”, “enemigos jurados del socialismo”. En cambio, nadie habló de medidas profilácticas a base de yodo.
El redactor jefe del medio donde escribía lo censuró. Eliminó el relato de la madre de uno de los bomberos que apagó el incendio del reactor. El joven había muerto por una irradiación aguda.
“No quiero gente que difunda el pánico. Tú escribe sobre los héroes, sobre los soldados que se subieron al tejado del reactor”, le advirtió. Pero Shimanski se cuestionó sobre quiénes eran los verdaderos héroes de ese momento. En su opinión, los periodistas, científicos y médicos que se dedican a decir la verdad a pesar de las órdenes recibidas desde arriba.
“Hoy sólo existe para nosotros una profesión: la de hombre soviético”, sentenció el redactor jefe, exponiendo un nacionalismo insensible que irradiaba como el propio reactor.
El periodista también expuso la intervención del secretario regional del Partido Comunista, luego de que empezaran a aparecer en las tiendas de los pueblos productos antes imposibles de encontrar: “Les vamos a dar una vida paradisíaca. Lo único que tienen que hacer es quedarse y trabajar”.
Esa era la actitud hacia el pueblo: que se conformen con el salchichón y el vodka.
Una habitante de uno de los pueblos llamada Nadezhda se mostró furiosa con la comparación del desastre con la guerra: “¡Pero si esa gente era feliz! Vivió la victoria. No tenían miedo de nada. Nosotros tenemos miedo de todo. Tememos por nuestros hijos. Por los nietos que aún no han nacido”.
Por su parte, el historiador Alexandr Revalski introdujo una cuestión en su entrevista: “¿La nación rusa será capaz de realizar una revisión de toda su historia de manera tan global como fueron capaces de llevar a cabo los japoneses o los alemanes después de la Segunda Guerra Mundial?”
Aunque este no fue un tema muy discutido. En su lugar, se debatía sobre el mercado y la privatización. Una vez más, estos pueblos eran condenados a sobrevivir. A dedicar toda su energía en una vida precaria.
Liudmila Polénskaya, maestra rural, determinó que Chernóbil estaba más allá de Kolimá, de Auschwitz y del Holocausto. En esas ocasiones, el hombre había hecho atrocidades pero no había podido matar a todo el mundo. “El hombre con el átomo… en esta ocasión toda la Tierra estaba en peligro”.
Según ella, había una cultura antes de Chernóbil, pero no existió una cultura después del desastre. Las personas vivían inmersas en las ideas de la guerra, del fin del socialismo y de un futuro indefinido.
Se necesitaban nuevas ideas, nuevos objetivos y pensamientos. Se necesitaban más que nunca nuevos libros, porque a su alrededor había nacido una vida nueva.
En palabras de la autora, “este libro no trata de Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil”. Y lo ilustra de la manera más real y cruda posible. Los testimonios desgarradores consiguen generar empatía hasta en la persona más indiferente.
Hoy, lamentablemente, existen tours hacia los pueblos fantasmas, dirigidos sobre todo a fanáticos y curiosos occidentales.
Para muchos, Chernóbil es una metáfora, un símbolo. Quizás la lección más importante que nos deja este libro es que, para las personas que se encuentran detrás de estos relatos, Chernóbil es su vida.
En “La bailarina de Auschwitz” leerás sobre las atrocidades que sucedieron en otro de los episodios más oscuros de nuestra historia. Puedes encontrar el microlibro en nuestra app.
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